Había una vez
...muchas maneras de echar tu cuento
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El Estado contra Seamus «Puff» Pittaluga

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En Indiana, Estados Unidos, los simios no pueden fumar en público… Esta es (más o menos) la historia real del juicio que puso la ley patas arriba.

South Bend, principios de verano de 1924. El alguacil anunció el caso que da título a esta historia y toda la sala, repleta de representantes de la ley y el orden, miembros de la liga antitabaco, vendedores de tabaco, chismosos (tanto los de oficio como los de afición), y una misteriosa pelirroja ceñida en terciopelo verde, se puso de pie para recibir al honorable Wilbert Woodrow Wilkinson.

Como si le doliera la cabeza por adelantado, el juez resopló apenas vio al fiscal Luther Cuther, un corpulento espécimen de los estados agrícolas del norte, conocido en la localidad como «The Prosecuter». Entonces posó su mirada sobre el ser que ocupaba el banquillo de la defensa, procesado por violar la ley suntuaria de Indiana que prohibía fumar en público. Seamus «Puff» Pittaluga, impecable en su traje de raya diplomática y pañuelo ascot de cachemira, también se puso de pie, o mejor dicho, se alzó en sus patas traseras. Porque verás, Seamus «Puff» Pittaluga era un chimpancé.

—¿Dónde está su abogado rival, Mr. Cuther? —preguntó WWW.

—La defensa renuncia a representación legal, Su Señoría —respondió el simio en perfecta dicción ante el atónito y unánime respingo de los agentes de la ley y el orden, los de la liga antitabaco, los comerciantes del vicio, los (dos tipos de) chismosos, el fiscal, los miembros del jurado, el honorable Triple W, y quizá incluso tú, que lees esto ahora.

—¿Se puede impedir que un mono se defienda a sí mismo? —inquirió Cuther, no por proteger el derecho del acusado a una defensa justa, sino por miedo a que una posible nulidad procesal manchara su impecable récord.

—Déjese de negocios de monos —espetó el juez, irritado con el traductor de este cuento que no supo qué hacer con la expresión monkey business— y proceda con los hechos.

Luther lanzó una mirada poco profesional a la aterciopelada pelirroja. Imaginaba que, en cuestión de minutos, finiquitaría el juicio y la invitaría a un Old Fashioned. O dos. Nada que un sótano y una contraseña no pudieran conseguir en plena Prohibición.

—Damas y caballeros —enunció con la teatralidad que has visto en todas las películas de Hollywood (que el autor usó como «documentación» para escribir esto)—, la cuestión que nos reúne no es si el acusado cae simpático, que hasta yo he de admitir: está de lo más mono con su trajecito y pañuelo. Tampoco si sorprendentemente posee el don del habla. La ley es indiferente a la elocuencia. La ley se ocupa de la obediencia. Así que, repasemos los hechos. Catorce de junio, Día de la Bandera, este orangután…

—¡Objeción, Su Señoría! —gritó Puff con el garbo actoral que te puedes imaginar.

—A lugar.

The Prosecuter retomó:

—…este simio que llena de pelos el banquillo formaba parte de un espectáculo vodevil exhibido en esta, nuestra apacible South Bend. Durante su número, Seamus «Puff» Pittaluga violó de manera consciente y deliberada la ley estatal que prohíbe fumar en lugares públicos. Sacó de su traje un puro, ¡cuidado si no hasta de contrabando! y a la vista de menores de edad y de las más distinguidas damas —arqueándole una ceja a la pelirroja—, encendió y fumó la hierba nociva.

Luther Cuther hizo una pausa anticipando un murmullo de asombro colectivo que nunca llegó.

Alguien tosió en la penúltima fila. 

Y todos los vendedores de tabaco abandonaron la sala, quizá «ofendidos» por la acusación infundada de que se podían encontrar cigarros de contrabando en South Bend… o tal vez a esconder sus mercancías comprometidas.

Entonces, prosiguió:

—Mr. Pittaluga…

—Puff.

—¿?

—Prefiero que se dirija usted a mí por mi nombre artístico. 

—¿Puff?

—Menos para teclear. Más amable para ella —dijo mientras señalaba a 

la mecanógrafa del tribunal se secó una gota de sudor de la frente a la vez que dedicó una sonrisa al simio por el detalle. 

El fiscal resopló con la indignación de un hijo único cuando se le niega algo por primera vez.

—Muy bien, «Puff». ¿Fue usted coaccionado a fumar?

—Sí y no.

—¿Cómo que sí y…? —Cuther miró al juez— Su Señoría, no es serio este mono…

—Este «acusado». Un poco de respeto.

—¡Este acusado es un animal! No pretenderá usted permitir este… este… circo!

—El que está faltando el orden aquí es usted, Mr. Cuther. Cálmese y proceda.

Cuther cerró los ojos y contó hasta diez. Pero no lo hizo bien, de manera acompasada con la respiración. Sino más bien a la carrera: 123456789y10. Visualizó gotas de condensación bajando por el vaso del Old Fashioned y un dedo femenino, con la uña pintada en verde a juego, robar una gota con la yema y llevándoselo a la…

—¿Cuther, se encuentra usted bien? —interrumpió WWW.

—Perfectamente.

«Sí, claro» —pensó el hombre que había tosido antes.

—No fui coaccionado por ningún sujeto —respondió Puff— salvo que la adicción a la nicotina esté reglada en este condado. En ese caso, sí fui coaccionado.

—Que conste en acta —dijo Luther, buscando complicidad en la mecanógrafa (sin éxito)— que el acusado no fue coaccionado.

—¿Hipnotizado?

—La sugestión hipnótica no afecta a los simios.

—Que conste también.

La mecanógrafa no apartó la vista de su máquina.

—Así que, por todo lo expuesto, pido al distinguido jurado que declare culpable a este «chimparlante». Y, de paso, que se le confisquen todos sus cigarros.

Los miembros de la liga antitabaco se pusieron de pie y aplaudieron.

Luther The Prosecuter se alisó los costados del traje con gesto de satisfacción. Para él, no había duda. El mono había violado la ley delante de testigos. Aunque algunos en la sala sonreían al oír al mono hablar, confiaba en que la objetividad prevalecería y sumaría otra victoria a su historial.

Pero tú y yo imaginamos que en la vida real eso no pasó, y bien sabemos que este cuento no va a terminar así.

Seamus «Puff» Pittaluga tomó la palabra. A pesar de su corta estatura, su presencia llenaba la sala. Miró el reloj sobre la cabeza del juez y se imaginó caminando libre por las calles de South Bend. No porque creyera tener ganado el juicio, sino porque su adicción pronto se apoderaría de sus nervios… (Puff también «estaba con el mono») y nadie querría estar encerrado con un chimpancé con síndrome de abstinencia. 

Cerró sus amarillentos ojos y, en vez de habanos, pensó en bananos. 

Los contó despacio: uno – yum – dos – yum – tres… No es necesario transcribirlos en su totalidad, ya que todos sabemos contar mínimo hasta diez.

Abrió los ojos y le guiñó uno a la pelirroja, que le devolvió la picardía.

Luther se lo perdió, ocupado en pensamientos lascivos que no vienen a cuento.

—Su Señoría. Damas y caballeros del jurado. Todos aquí presentes… Primero, una aclaración de orden taxonómico: no soy una «bestia»: soy un artista. Simio, sí. Por nacimiento, no por vocación. Segundo, respecto a mi arresto: admito los hechos sin reservas. Fumé. El cigarro era cubano. El momento, a mi parecer, fue sublime.

No hizo una pausa dramática. Simplemente fue interrumpido por un murmullo de asombro colectivo, seguido por otra tos del tipo de la penúltima fila. 

A lo que agentes de la ley y el orden se lo llevaron en silencio, por reincidente.

Y por fastidioso.

Y por hacer que el cuento suene repetitivo.

Puff continuó:

—Sé que se me juzga por quebrar la ley, pero pongo en duda si esta condena no es en realidad censura disfrazada de civismo. Por ello, quiero dejar constancia de que no fumé para molestar. Ni para atentar contra el Estado. Fumé como protesta silenciosa contra este caprichoso clima de corrección que poda el pensamiento cual seto ornamental. Muchos de mis congéneres practican el arte de la autosatisfacción pública; mientras que otros, pioneros del expresionismo abstracto, han perfeccionado el lanzamiento de heces…. 

La incomodidad hecha murmullo resonó en la liga antitabaco. Una de sus representantes carraspeó con severidad.

Puff retomó:

—…y a pesar de que ambas formas de expresión rozan el escándalo, ninguna ley las restringe… quizá en deferencia a haber sido injustamente enjaulados en esos que ustedes llaman zoos. En cambio, tan sólo en el último mes, nuestra troupe ha tenido que omitir tres números tachados de «inapropiados» por ligas anti-todo. ¿Cuál es la línea que separa la justicia del decoro? ¿A qué capricho responde esta frontera?

Los agentes de la ley intercambiaron miradas. Dudaron sin ofenderse o tomar nota.

—A lo que me pregunto. Les pregunto. De seguir así, ¿qué será entonces del teatro? ¿de la metáfora? ¿de la interpretación? 

La pelirroja asintió en total complicidad con su colega de escena. Porque, aunque nadie lo haya dicho aún (y tú seguro ya lo intuías), también era actriz: y de la misma compañía que Puff, por supuesto.

Puff llegó al final de su (largo) monólogo:

—Si mi especie ha de ser arrastrada del árbol para ser encadenada al reglamento, reconozcamos al menos la farsa y permitamos que el humo de mi vicio señale el colapso del buen gusto que preside hoy con toga y martillo.

La galería permaneció en silencio.

WWW pidió al jurado que se retirara. La mecanógrafa repasó lo escrito. Todos se miraron entre sí, buscando aprobación o rechazo tras el alegato de Puff. Pasaron los minutos y nadie se atrevió a exteriorizar su parecer…

Salvo el honorable Wilbert Woodrow Wilkinson.

—Alguacil, llame al jurado.

El jurado entró y tomó asiento.

—Mr. Pittaluga …

—Puff…

—Bien. Mr. «Puff». Este tribunal reconoce tanto su infracción como su retórica. Personalmente, agradezco la compostura con la que ha defendido su caso. Afirmación que no puedo aplicar para su bípedo homólogo, Mr. Cuther. 

WWW se volvió hacia el jurado:

—¿Han alcanzado un veredicto?

El coro de chismosos (tanto profesionales como aficionados) se inclinó en simultáneo.

—No y sí.

—¡Objeción! —gritó Cuther.

Unsustained —respondió el juez.

(Había que poner esa palabra en el cuento, ¿no?).

—Dado que el fiscal no ha presentado ni carnet de identidad, ni número de contribuyente del acusado, este tribunal no puede probar que Mr. «Puff» sea ciudadano de Indiana. Por tanto, carece de jurisdicción sobre su persona…

—¿Vas en serio, Wilbert…? —lloriqueó The Prosecuter— ¿Sobre su «persona»?

El honorable se aclaró la garganta y miró a Puff, quien asintió estar de acuerdo con la corrección semántica. Entonces, prosiguió:

—sobre este… primate. No obstante, la ordenanza estatal sobre fumar en lugares públicos es clara y, en consecuencia, se le declara culpable.

Puff, que había estado hojeando el código penal, cerró el libro y alzó una pata:

—¡Objeción!

Proceed.

(También había que poner esta otra).

—La ley prohíbe fumar en público… a las personas. No menciona a los simios.

WWW meditó un instante y ordenó sus pensamientos antes de poner su don de habla en movimiento.

—Tómese nota que, como resultado legislativo de este juicio, se abre expediente para añadir una adenda a la ley que hoy nos reúne, extendiendo su alcance a todo actor sintiente, sin distinción de especie, ni género biológico. 

Hizo una pausa.

—Mr. «Puff», queda usted absuelto. Aunque, por apaciguar a la liga antitabaco, se  procederá a la confiscación de sus cigarros restantes. ¡Se levanta la sesión!

Sonó el mazo. 

Un murmullo chismoso recorrió la sala.

La liga antitabaco protestó mientras se santiguó en bucle.

Luther The Prosecuter perdió su racha invicta.

La mecanógrafa tecleó punto final y cubrió su máquina con una funda antipolvo. 

El honorable WWW se retiró.

El de la penúltima fila apareció para volver a toser.

Y Seamus «Puff» Pittaluga se alzó sobre sus patas traseras, hizo una reverencia y caminó hacia la pelirroja, que lo esperaba (con su cartera repleta de habanos) para salir tomados de brazo y pata tarareando compases de Monkey Man, de los Rolling Stones, a pesar de que en esa fecha aún no había sido escrita, ni Mick Jagger había nacido.

Por mi parte, sólo queda decir que así concluyó El Estado contra Seamus «Puff» Pittaluga, caso que sí dio pie a la ley (aún vigente) que prohíbe fumar a los simios en el Estado de Indiana, y que aún se estudia en las escuelas de Derecho como ejemplo de… bueno, como ejemplo de algo.

Fin.

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